Azorín. Capricho.


documento integro

 

Capricho escrito en 1943.

 

XII

La realidad en Minaya

 

    Hay que retener a toda costa la realidad que se nos escapa. El encargado de tal misión no puede ser otro que el único personaje realista de la novela: el redactor jefe. En un tren cualquiera, a cualquier hora, llega a la estación de Minaya, en plena Mancha albacetense, el redactor jefe; va invitado por un amigo e impulsado por su propia apetencia gustativa. Cree el autor que ha sido una equivocación el llevar al redactor jefe a la Mancha; pudiera haber ido a otra región de España. ¿Acaso la Mancha, que dio el ser a un imaginativo, a un fantaseador, a un exaltado idealista, Don Quijote, es un país de realismo? Y si desde el comienzo trastrocamos los papeles, ¿qué nos va a suceder luego? Sucederá luego, fatalmente, lo que el lector verá. La casa es amplia, con patio anchuroso, blanquísimas las paredes y capaz la cocina. No tiene por qué reparar el redactor jefe en la albura de la mansión, bajo el azul del cielo y sobre lo pardo del terrazgo. Viene a Minaya, al campo de Minaya, a otra cosa. Esa otra cosa, realmente simbólica, ya la anuncian el olor a leña quemada, grato olor, esparcido por toda la casa, y el olor a especias que al del ramaje ardido se junta.

    Placidez, voluptuosidad, tras el trabajo intenso, trabajo diurno y nocturno; placidez y voluptuosidad, repitamos estos dilectos vocablos, en esta casa, limpia, ancha y cómoda. El redactor jefe deja que su espíritu divague y no se ahinque en nada. En la Redacción las cosas del día y de la noche le abruman, y aquí, lejos de la mesa de la Redacción, todo está, en lo inconcreto, en lo vago. En lo vago, no. Precisa rectificar inmediatamente. Puesto que el redactor jefe viene a llevarse prendida con sus manos la realidad, el espíritu del redactor jefe no puede divagar. Van pasando las horas y ya se aproxima el acto decisivo. De alguna parte han traído unas tortas ázimas; no pueden ser leudadas, sino que han de ser cenceñas. No podían haber sido amasadas en la casa, sino que tenían que ser heñidas en la amasadera, en pleno campo. En el término de Minaya, todo llanura, no existe ni el más modesto montículo. En el monte es donde los pastores amasan, en piel de cabra, en piel de oveja, la amasadera, las indefectibles tortas sin levadura. En Minaya se han amasado en la llanura: el cielo radiante, los interminables surcos, los barbechos, las totovías, alguna picaza tal vez, han presenciado el acto ritual y preliminar.

    Los gazpachos, en sus vicisitudes a lo largo de las ediciones del Diccionario castellano, oponen el segundo óbice serio. Antes nos hemos encontrado con la contradicción de la Mancha, no realista, sino impregnada de idealidad, y ahora nos tropezamos con los gazpachos, citados por Cervantes en su novela magna. Y si Cervantes es categórico en su plural, gazpachos, ¿cómo ha podido titubear, cual personaje de esta novela, el Diccionario? Nos encontramos al llegar a Minaya en busca de realidad, fuera de la realidad; nos encontramos ahora fuera de la realidad, engañosamente, infortunadamente, por segunda vez. Los gazpachos son suculentos; han de ser condimentados con trocitos de las dichas tortas, que han sido cocidas entre dos fuegos, con brasas arriba y con brasas abajo. Y la torta, como condición ineludible, habrá de ser delgadísima: de un dedo de espesor, todo lo más. ¿Y con qué aderezaremos los gazpachos? ¿Y cómo el Diccionario, que en ediciones antiguas establece la distinción entre gazpacho y gazpachos, entre singular y plural, entre Andalucía y la Mancha, ha venido en las ediciones modernas a suprimir el plural, que vale tanto como anular a Cervantes, y se ha quedado sólo con el singular? ¿Acaso ni Cervantes ni la Mancha existen?

    Los suculentos gazpachos, formados con tortas desmenuzadas, se sirven puestos en otra torta. Allí están, reposando en la amplia y fina torta, formando montón gustoso y humeante, los gazpachos o galianos manchegos y levantinos. Los comen los labriegos, a estilo moruno, con los dedos; hemos de usar nosotros cuchara; pero cuchara de palo, cuchara nueva de boj. El redactor jefe exulta, dicho sea en términos que al director no desagradarían, a la vista del gustoso hacinamiento. Van comiendo todos lentamente, con despaciosidad, como los labriegos yantan y como se debe yantar. El aposento en que se come es de claras paredes. Prendemos a la realidad huidiza con el gusto, con el paladar, a causa de que la Humanidad, en su larga carrera a lo largo del tiempo, se ha servido del sentido del gusto y de la deglución para entrar en contacto con la realidad y conocer qué clase de realidad la circundaba, si nociva, si provechosa, ya de una modalidad, ya de otra. El gusto y la ingestión han servido en la experiencia milenaria con predominio sobre los demás sentidos. Y en la captura de la realidad, encomendada al redactor jefe, ha sido simbolizada la realidad en conducho sintético, con prosapia del más alto escritor con que cuenta España: Cervantes.

    Y de improviso todo se viene a tierra, como en un fracaso estrepitoso. Sí, todo se desmorona. En una mesita cercana a la mesa donde se come, entre libros y papeles, se encuentra un libro singular, capital en la historia del pensamiento humano; es el tal volumen la

Crítica de la razón pura

, de Kant, en la antigua y popular traducción de Lizárraga. ¿Y cómo, ante la suma definitiva e inconfutable del idealismo absoluto, no se ha de derrocar el montoncito de gazpachos representativos de lo real?

 

    (El autor sonríe: no se atreve a decir que se sutiliza, se alambica, se sofistica algo en estas páginas. No conviene llevar tan al cabo la ficción. ¿Ficción, pronuncia mentalmente el autor? Entonces el autor, sustraído a la misión del redactor jefe, ¿se pasa al bando de los impenitentes idealistas?)